Los juegos llegan a su fin.
Superior a la segunda temporada (a pesar de lo que se ha dicho), esta conclusión de la ficción creada por Hwang Dong-hyuk ahonda de nuevo en la moral (o la falta de la misma), los escrúpulos (y la falta de los mismos) y el salvajismo que vive irremediablemente dentro de los seres humanos. El pilar sobre el que se sostiene todo es, una vez más, Gi-hun, uno de los mejores héroes que nos han dado las series en muchos, muchísimos años, si no el mejor. Magistralmente interpretado por Lee Jung-jae, con esa mirada que tiene y que tanto expresa, Gi-hun es el último defensor de la decencia, la inocencia y, sí, la humanidad. Esa que falta no sólo a los aborrecibles VIP, al hombre detrás de los juegos, y a muchos de los jugadores. Sin duda, no es perfecta, porque ya no puede sorprender como lo hizo la primera entrega, pero sigue enganchando como el primer día con juegos de los que es imposible apartar la mirada (la comba… el escondite… el nuevo juego del calamar…), y un grupo de personajes, entrañables u odiosos, a los que queremos seguir acompañando en la pantalla.
¿Será realmente el final? Pues ya veremos. Por ahora parece que sí, pero ya sabemos que hay un remake en marcha, con David Fincher a los mandos, ni más ni menos. Y ese inefable epílogo de esta entrega, desde luego da a entender que los tiros van a ir por ahí. Pero, por ahora, este viaje sangriento, salvaje y lleno de emoción y humanidad que nos ha regalado la ficción surcoreana llega a su fin, y ha sido un placer.
Una serie que recordaremos mucho tiempo, con un sitio ya ganado a peso en la cultura popular del mundo.
Lo mejor: Lee Jung-jae, maravilloso como el inolvidable Gi-hun, y todas las escenas de los juegos, más taquicárdicas y tensas que nunca.
Lo peor: El factor sorpresa s perdió hace ya tiempo, y la conclusión puede no ser del todo satisfactoria para algunos espectadores.
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