Carla Simón tiene una inagotable capacidad para hilar imágenes bellísimas y elegantes, una detrás de otra.
Ya lo demostró de sobra en Verano 1993 y en Alcarràs, y lo vuelve a hacer en Romería. De nuevo, la realizadora catalana se sumerge sin aire en su propia infancia, sin ambages, sin edulcorar lo que fue, y ahí reside la belleza infinita de la historia: en comprender que la droga más fuerte no es la heroína, sino el amor, y que la vergüenza y el olvido no pueden tapar la verdad y el poder de la herencia recibida. Y consigue todo esto Simón (que no es poco) con un control de la cámara espectacular, un mimo exquisito en el uso de la música y la luz, y una dirección de actores impecable. Especialmente, saca petróleo de la mirada de Llúcia García, que está fabulosa en casa movimiento e inflexión de voz, y convierte a Mitch en sinónimo de diferencia, originalidad, rebeldía y, sobre todo, libertad. La secuencia en la que, por fin, se nos cuenta quiénes fueron los padres de Marina es uno de los ejercicios de cine más bellos del año.
Por ello, es una lástima que el tono de buena parte de la cinta sea tan frío, o que algunos personajes secundarios queden diluidos, como si no supiéramos realmente si hacían falta tantos primos, tías y tíos de la protagonista. Teniendo en cuenta la historia de búsqueda y redención que se nos está contando, parece que la historia de Marina queda algo coja en emotividad y conexión con el público.
Una película muy hermosa y maravillosamente dirigida, pero que debería haber llegado mucho más al corazón del espectador. Tenía capacidad para hacerlo, y se queda un poco a medio camino.
Lo mejor: Las interpretaciones de Llúcia García y Mitch, la secuencia que Marta la historia de los padres de Marina, y la infinita sensibilidad y elegancia de Carla Simón en su doble faceta.
Lo peor: El tono inicial es demasiado frío, y hay personajes que quedan diluidos en el conjunto.
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